Anselmo
Santos (Salamanca, 1930), oficial de Artillería, dejó el Ejército
por el mundo civil y se licenció en Ciencias Políticas con una
tesis sobre la revolución portuguesa de 1974. Además de publicar
artículos diversos en El País, ha participado como ponente en
varios foros sobre la transición rusa celebrados en Moscú, Madrid y
otras ciudades. Sobre el mismo tema, ha publicado una larga serie de
artículos en Cinco Días. Buen conocedor de Rusia y su cultura,
resumió su visión del alma rusa en el libro En Rusia todo es
posible (2003).
1. ¿Qué
te motivo a escribir un libro sobre Stalin?
Hace
nada menos que ¡setenta años!, a mediados de enero de 1953,
tras recibir el despacho de teniente de Artillería, me incorporé a
mi primer destino, un Regimiento Antiaéreo, a las afueras de
Madrid. Dos meses después de mi llegada, la radio y la prensa
anunciaban la muerte de Stalin, sensacional noticia que fue objeto
durante semanas de entrevistas, crónicas, comentarios, en los que
abundaban los epítetos al déspota desaparecido: patán, salvaje,
demente, sádico, sanguinario.
Días después,
el coronel que mandaba el regimiento, un jefe admirable, culto,
abierto, dialogante, me convocó a su despacho y me dio la
dirección de una oficina para que recogiera un sobre a su
nombre. El coronel Ignacio Moyano, marqués de Inicio, había sido
agregado militar en nuestras embajadas de París y Berlín durante
la guerra mundial y seguía ligado a los servicios de inteligencia. Y
yo estaba a cargo de los transportes, disponía de una moto con
sidecar y hacía de mensajero, solo para él, cuando se trataba de
materias reservadas. En esos casos nunca utilizaba a un ordenanza ni
me daba la orden a través de su ayudante. Me avisaba
directamente, lo que me obligaba a tener siempre la moto en estado de
revista, de lo que se ocupaba su conductor, un viejo cabo, loco al
volante, que la tenía como una patena. La oficina se hallaba en la
calle Alcalá, frente al Retiro. Espere varios minutos en una sala
de reuniones con vitrinas llenas de libros adosadas a las
paredes. En una de ellas se encontraban decenas de números de la
revista "Foreign Affairs". Abrí la vitrina y cogí el
último con intención de mirar el índice. Quedé boquiabierto. En
la portada aparecía un título impensable: "Generalisimo
Stalin and the art of government", by O. Utis. Tomé nota a toda
prisa, recibí el sobre lacrado y, sin poder ocultar mi estupor,
conté al coronel lo sucedido. Me contestó mirándome fijamente a
los ojos, pensativo:" No diga ahí fuera una palabra. Stalin fue
un hijo de perra, pero era un genio." Entendí su deseo de que
lo dicho por él no trascendiera; se jugaba el ascenso a general. Y a
la vez nació en mí el interés por el "Zar Rojo", un
"hobby" apasionante que no decae pese al largo tiempo
transcurrido.
2. ¿Cómo
te sentiste cuando viste que a Stalin también se referían como
generalísimo?
Pocos
personajes de la Historia merecen tanto como Stalin el título de
“generalísimo”. La pasión por la historia nace en él a edad
temprana y dura toda su vida. La lectura exhaustiva de los clásicos,
el análisis concienzudo de las batallas decisivas desde la
Antigüedad, el estudio de las gestas de los grandes capitanes son
los fundamentos de su saber en el arte de la guerra; saber que se
manifiesta en sus múltiples decisiones sobre asuntos militares a lo
largo de su carrera.
Mucho antes de la
revolución, en la biblioteca del seminario de Tiflis, Stalin
descubre a los clásicos: Homero, Heródoto, Plutarco, Jenofonte,
Tácito, Tito Livio, Julio César… Y es fiel a ellos hasta sus
últimos días, ya que aparecen, publicados por las editoras del
Estado, en sus dos bibliotecas privadas, una en el Kremlin, otra en
su casa a las afueras de Moscú; todas las obras con subrayados o
notas al margen. Por otra parte, entre los autores leídos y releídos
por Stalin figuran los mejores tratadistas militares de todos los
tiempos. El libro de Sun Wu tiene páginas enteras marcadas en azul.
(Utilizaba dos lápices, uno azul, otro rojo, cuando leía; el rojo
para señalar su desacuerdo o rechazo). Del
arte de la Guerra,
de Maquiavelo, uno de los párrafos subrayados en azul tiene que ver
con los eslavos: “Por eso los escitas pudieron arrasar aquel
imperio que había agostado la capacidad de los demás sin ser capaz
de mantener la suya”. Del siglo XVIII en adelante, los autores se
multiplican: Henry Lloyd (inglés al servicio de Rusia, especialista
en la Guerra de los Siete Años), Mauricio de Sajonia, Federico el
Grande, Jomini. También anota los magistrales apuntes de Lenin sobre
la obra de Clausewitz. * De Schiller, aparte de sus obras teatrales,
que conserva junto a las de Shakespeare, estudia la Historia
de la Guerra de los Treinta Años.
Siente predilección por la historia de Francia y cuenta con
biografías de sus grandes protagonistas: Carlomagno, Enrique IV,
Richelieu, Luis XIV, Napoleón. Junto a la Historia
Política de la Revolución Francesa, de Alfonse Aulard,
conserva la mayor parte de los libros publicados en ruso sobre la
Revolución y la Comuna de París. Muchos de ellos están llenos de
anotaciones escritas, a veces en papeles aparte que mete entre sus
páginas. Es lo que hace con sus extensos comentarios a los errores
de Robespierre, a quien culpa de su propia caída y del trágico
final de la Revolución.
Le interesa sobremanera
nuestra Guerra de la Independencia, y tiene las obras más
importantes publicadas en ruso; entre ellas la Historia
de la Guerra de la Península,
de Maximilien Foy, y la Historia
de la Guerra de España,
del general inglés William Napier, en las que subraya, o acota, todo
lo referente a los movimientos guerrilleros.
En cuanto a Rusia, tiene
prácticamente todo lo reseñable: las grandes obras de los
historiadores Belarminov, Kavelin; Karamzín, Kluchevski, Milukov,
Soloviev, Wipper; las múltiples biografías de Iván el Terrible y
Pedro el Grande; la correspondencia del primero con el príncipe
Kurbski y con otros personajes de su tiempo; los documentos
diplomáticos, desde la misión del jesuita Polovino en el siglo XVI
hasta la Revolución; las memorias de Catalina la Grande y, con
reiteradas señales de interés por su contenido, La
Campaña de Napoleón de 1812,
obra insuperable de Evgeni Tarlé –autor también de una
biografía de emperador– a quien concede en 1918 el premio Stalin.
Pero el autor preferido de
Stalin es, sin duda, Friedrich Engels, cuyos escritos militares le
interesan bastante más que El
Capitál.
Se ha dicho que Marx y Engels fueron los padres de la guerra total y
de la estrategia revolucionaria, pero el segundo, además, era un
verdadero experto en el arte militar. Escribió cientos de páginas
sobre las campañas, la organización de los ejércitos, las tácticas
y las técnicas de combate, la instrucción y la moral de las tropas,
las guerrillas, la influencia decisiva de la producción de armamentos y de la producción en general.
|
Libro de Engels, 1850 |
*En
los años treinta, se publican en Moscú, por orden suya y con
destino a las academias militares, tanto la Tetradka –los apuntes
de Lenin– como la célebre obra de Clausewitz, De la Guerra. De
la producción de armamentos y de la producción en general. Era tal
su obsesión por los temas militares que sus amigos lo llamaban
“general Engels”. Y tanto Marx como Lenin tenían en gran estima
su talento y su sabiduría en el arte de la guerra.
Además
de innumerables biografía y memorias de políticos y militares de
diversas épocas –entre ellas casi todo lo publicado en la
emigración por los vencidos de la guerra civil–, en la biblioteca
de Stalin se hallaban libros sobre las guerras de religión, la
guerra civil de Estados Unidos, la Primera Guerra Mundial y la
revolución alemana de 1918-1919. Y, por supuesto, los escritos
militares soviéticos: las obras de Tujachevski, de Frunze –sucesor
de Trotski como comisario de Defensa y precursor de la ciencia
militar soviética– y del propio Trotski; estas últimas, repletas
de líneas y notas marginales en rojo. De las embajadas soviéticas,
recibía puntualmente los artículos más interesantes aparecidos en
las revistas militares de otros países, y un equipo de traductores
trabajaba sin descanso a su servicio. La rápida derrota de Francia
en 1940, que recordaba la de 1870, llevó a Stalin a interesarse por
Bismarck, con quien el propio Hitler gustaba compararse. Ordenó la
reimpresión de sus Obras
Escogidas,
dos tomos de memorias y uno de discursos, que habían sido publicados
en San Petersburgo en 1899. Recibió el primer tomo, ya impreso,
listo para su distribución, y sacó tiempo para leerlo, anotarlo y
llenar de comentarios y correcciones el prólogo; solo cuando este
fue reescrito a gusto de Stalin, el libro fue puesto a la venta.
(Aunque la primera edición del primer tomo nunca llegó a las
librerías, algún bibliófilo tiene las dos, solo diferentes en los
prólogos).
El interés por la historia
y, más concretamente, por la guerra fue sin duda, su hobby
dominante. Ninguna otra afición era tan intensa: en plena contienda
mundial seguía leyendo sobre todo literatura militar: releía las
biografías de Kutúzov (vendedor de Napoleón) y de Suvórov; y el
libro de este último, La
ciencia para vencer.
Coleccionaba mapas y esquemas de las batallas más importantes de
todos los tiempos, y seguía sobre ellos el desarrollo de las
campañas. Anotaba en cuadernos los errores y aciertos de los
contendientes, la utilización de las reservas, la organización de
la retaguardia, las repercusiones geopolíticas.
3. ¿Cómo el ejército rojo tras la Revolución de Octubre de 1917 pudo hacer frente a los zaristas y la intervención militar de otros países? USA, Gran Bretaña, Francia...
El
Ejército Rojo Obrero y Campesino contó al inicio con menos de
200.000 hombres. En Rusia se celebra, como fecha de su fundación, el
23 de febrero de 1918, aunque unas semanas antes ya se había formado
una gran unidad con centenares de guardias rojos y soldados de la
guarnición de Petrogrado. En la misma primavera de 1918 tuvo lugar
el desembarco de las primeras tropas inglesas, francesas,
norteamericanas y japonesas. Esa intervención tenía por objetivo no
solo derribar el poder soviético, sino más bien ocupar puertos
estratégicos (Múrmansk, Vladivostok) y adueñarse de ricos
territorios de un extremo a otro del país. La invasión extranjera
continuó por mar y por tierra en 1919, y decenas de miles de hombres
de otras nacionalidades (checos, polacos, italianos, letones,
estonios, rumanos, finlandeses, alemanes) se unieron a los rusos
contrarrevolucionarios –los guardias blancos– mandados por
generales y almirantes zaristas. La guerra civil se extendió del
Báltico al Pacífico, de Ucrania y Bielorrusia a los Urales y
Siberia.
El gobierno soviético se
vio obligado a movilizar todos los recursos humanos y económicos
para la defensa: se implantó el llamado “comunismo de guerra”.
Un año después de su fundación, los efectivos del Ejército Rojo
se elevaban a casi dos millones de hombres y, a finales de 1920, a
cinco millones y medio; otros dos millones –la cifra espanta– ya
habían caído hasta entonces en combate. Luchando durante tres años,
a veces en seis frentes distintos con una longitud de casi 8.000
kilómetros, el Ejército Rojo, apoyado por la inmensa mayoría del
pueblo, repitió la hazaña de las tropas revolucionarias francesas
del siglo XVIII: derrotó uno a uno a todos los ejércitos invasores.
El coste, eso sí, fue enorme: Rusia perdió más población que en
la Primera Guerra Mundial y quedó prácticamente arruinada.
Finalizada la guerra civil,
el Ejército fue drásticamente desmovilizado: quedó reducido a poco
más de medio millón de hombres, el 10 por ciento de los alistados
al terminar la lucha. Simultáneamente, tenía lugar una agria
polémica sobre el futuro de las Fuerzas Armadas. Varios miembros del
Comité Central, faltos de realismo, embriagados por la victoria
reciente, desdeñaban el peligro de una nueva y más violenta
intervención extranjero y abogaban por la liquidación del Ejército
Rojo y el paso inmediato a las milicias populares. Stalin se opuso
con firmeza a ese proyecto. A iniciativa suya, en enero de 1924,
pocos días después de la muerte de Lenin, el Comité Central creó
una comisión para el estudio de la operatividad de las Fuerzas
Armadas. Las conclusiones de la llamada Comisión Frunze fueron
sombrías. El propio Frunze, recién nombrado vicecomisario del
Pueblo para la Defensa y que ejercía las funciones de jefe del
Estado Mayor, declaró: “El Ejército Rojo, en su forma actual, no
está en condiciones de combatir”. Stalin no era aún el líder
indiscutible, pero logró los apoyos necesarios para que sus tesis,
coincidentes con las de Frunze, sobre la continuidad, el
fortalecimiento y la modernización del ejército profesional fueran
aprobadas. La consecuencia inmediata fue la primera ley sobre el
servicio militar obligatorio, por cinco años, de todos los
ciudadanos de la URSS. Y la creación simultánea de reservas
territoriales con millones de hombres listos para tomar las armas en
caso de movilización.
|
Mikhaïl Frunze |
La oposición a esas medidas
persistía, y ello provocó una nueva y más contundente declaración
de Stalin en el Pleno del Comité Central celebrado un año después.
Reconocía que las necesidades económicas y culturales superaban las
posibilidades del país, lo que servía de argumento a quienes
proponían reducir el ejército hasta convertirlo en una milicia, un
ejército de paz, una simple fuerza pública para garantizar el
orden. Pero añadía que la posibilidad, por remota que fuese, de una
nueva guerra le obligaba a “declarar de la manera más categórica
que es necesario liquidar enérgicamente esa tendencia
liquidacionista”.
Y concluía: “Hay que estar preparados para todo, hay que preparar
nuestro ejército, calzarlo, instruirlo, mejorar su material, mejorar
sus recursos químicos, su aviación y, en términos generales,
elevar nuestro Ejército Rojo a la altura debida. Así nos lo exige
la situación internacional”.
Se crearon centenares de
escuelas militares. Esas escuelas, desde las destinadas a la
formación de mandos intermedios para todas las armas y servicios
hasta la Academia del Estado Mayor General –más tarde, Academia
Militar Frunze–, lograron enseguida un nivel comparable al de las
más prestigiosas del mundo. A ellas eran enviados compulsivamente,
lo deseasen o no, los oficiales más brillantes a juicio de sus
jefes. En 1941, al producirse la invasión nazi, las escuelas
militares del país sumaban la impresionante cifra de 210.000
alumnos, y gran parte de ellos aspiraban a continuar su carrera como
cuadros permanentes del Ejército Rojo. Durante la guerra, las
escuelas se multiplicaron y, en cursos intensivos de cuatro o cinco
meses, proporcionaron cerca de dos millones de oficiales.
4. ¿Qué era Osoaviajim?
Stalin
era consciente de que la instrucción militar limitada al propio
ejército no garantizaba la defensa del país. En 1923 se habían
fundado la Sociedad de Amigos de la Flota Aérea y varias otras
similares, con objeto de mantener vivo en el pueblo el espíritu de
la guerra civil ante la perenne amenaza de una nueva agresión
exterior; la primera recaudó en dos años seis millones de rublos
oro, con los que se financiaron trescientos aviones de combate. Todas
ellas se integraron en 1927, cuando Stalin ya había derrocado a sus
principales adversarios, en una de las creaciones más
extraordinarias de su fecunda imaginación: la impresionante
Osoaviajim, gigantesca organización paramilitar, a escala nacional,
subordinada al Comisariado del Pueblo para la Defensa, y que pronto
adquirió, por sus singulares atractivos, gran popularidad entre la
población: llegó a contar con cuarenta millones de miembros, de los
que más de una tercera parte eran muchachas.
Consistía en cientos de
clubes deportivos, repartidos por todo el territorio, cuyas múltiples
actividades estaban orientadas a la defensa del país. Contaba con su
propia flota aérea, aeródromos, torres de paracaidismo, centros de
vuelo en planeadores, estaciones de esquí, campos de tiro, escuelas
de equitación y talleres de diverso tipo. Los medios puestos a su
disposición eran enormes, y resulta milagroso que, en pleno proceso
de industrialización, que consumía ingentes recursos, el Estado
pudiera financiar la Osoaviajim. Los diversos cursos, impartidos
generalmente por oficiales de la reserva, solían durar un año y,
dado su carácter deportivo, debían seguirse sin interrumpir los
estudios o la actividad laboral. Una de las más famosas aviadoras
soviéticas, Ekaterina Médnikova, aprendió a volar en la Osoaviajim
mientras era obrera en una fábrica. Los cursos eran voluntarios,
pero era tal la demanda que superaba con creces las plazas
disponibles. Tenían preferencia los jóvenes antes de su
incorporación a filas y, gracias a la Osoaviajim, ninguno de ellos
entraba en el Ejército o la Marina sin haber recibido alguna
formación militar.
En
el ámbito de la aviación, durante los casi tres lustros
transcurridos desde su fundación hasta el comienzo de la guerra,
millares de muchachos de uno y otro sexo participaron en los cursos
de la Osoaviajim, a razón de unos diez mil por año; la única
exigencia para ser admitidos era aprobar el examen médico. Aprendían
a pilotar, realizar vuelos acrobáticos y nocturnos, y volar a
ciegas. La mayoría de los graduados soñaban con llegar a ser
pilotos de guerra. En los años treinta, los aviadores soviéticos
consiguieron récords internacionales de velocidad, distancia y
altitud. Todos ellos eran graduados de la Osoaviajim que se habían
incorporado posteriormente a las numerosas academias militares de
aviación
|
escudo del Osoaviajim |
El paracaidismo y el vuelo
en planeador también tuvieron gran éxito. La Osoaviajim contaba con
más de cien escuelas de paracaidismo y con seiscientas torres de
lanzamiento erigidas en los más diversos lugares del país. En 1940
se realizaron cinco millones de saltos desde esas torres y un millón
más desde aviones. En vísperas de la guerra se introdujeron
importantes cambios en el curso de paracaidismo. Los alumnos
estudiaban un idioma extranjero, mayoritariamente el alemán, y
aprendían a volar puentes, interceptar o mantener comunicaciones
radiotelefónicas y telegráficas, manejar ametralladoras, atacar a
la bayoneta y utilizar granadas de mano. Respecto a planeadores, la
Osoaviajim disponía de más de cien centros de vuelo, en los que
cuarenta mil alumnos por año realizaban prácticas selectivas para
futuros pilotos de combate. Todos los récords del mundo tanto en
paracaidismo como en vuelos sin motor fueron conseguidos por miembros
del Ejército Rojo o por civiles soviéticos. En 1939 Olga Klépikova
estableció el récord mundial de larga distancia en planeador: casi
setecientos cincuenta kilómetros. Y trenes de planeadores fueron
utilizados en la guerra para el transporte de tropas.
La Osoaviajim, que también
agrupó a las asociaciones de partisanos, tuvo una influencia
decisiva en la preparación del pueblo para la defensa. Millones de
personas aprendieron divirtiéndose, y los variados conocimientos
adquiridos quedaron patentes durante la guerra: la asombrosa eficacia
de los equipos móviles que reparaban material y vulcanizaban
neumáticos en plena línea del frente; la pericia de tanquistas,
pilotos, guerrilleros, rastreadores, paracaidistas y francotiradores;
el empleo de perros para la destrucción de tanques; la recuperación
de material en la retaguardia enemiga; la neutralización de campos
de minas, generalmente realizada por muchachas.
5. ¿Por que la URSS financio y entreno a tantos guerrillas partisanas durante la Segunda Guerra Mundial?
Como
ya se ha dicho, a Stalin le interesa sobremanera la guerra de
guerrillas y acumula una importante colección de libros y documentos
sobre ella. Entre sus numerosas notas manuscritas figuran sus propias
reflexiones sobre un hecho que considera trascendente y novedoso: la
guerra de la Independencia española –sobre ella tiene todo lo
publicado en ruso–, en la que, por primera vez, un pueblo en la
indigencia se levanta en armas para enfrentarse a un ejército
regular y moderno, el “invencible” ejército de Bonaparte. Entre
los siglos XIII y XIX, los guerrilleros rusos lucharon contra los
sucesivos invasores del país (tártaros, suecos, polacos, franceses)
y en la guerra civil lo hacen contra los ejércitos blancos y las
fuerzas extranjeras que pretenden derribar el régimen soviético.
Durante el verano de 1812, los guerrilleros, organizados y dirigidos
por mandos militares, hostigan sin descanso al ejército francés en
su camino hacia Moscú. Y en los últimos meses del mismo año, los
campesinos, con las armas más elementales, caen como una plaga sobre
las tropas francesas en retirada, muertas literalmente de hambre y de
frío. (Tolstói, en Guerra
y Paz,
eleva a los altares al campesino ruso por su fortaleza y su
heroísmo).
Stalin
es consciente del papel decisivo que el movimiento guerrillero
desempeñará en la inevitable confrontación con Alemania, y pone
todos los medios disponibles para anticiparse a la guerra y
prepararlo hasta en sus menores detalles. Como se ha señalado ya las
asociaciones de guerrilleros surgidas en todo el país por iniciativa
de las autoridades locales, y que funcionaban de modo independiente,
son integradas en la Osoaviajim desde que esta es creada en 1927. Una
amplia red de centros activos de información, propaganda y
reclutamiento, responsables también de la instrucción de los
futuros partisanos, se extiendo por todo el territorio. En el
Comisariado del Pueblo para la Defensa, del que depende la
Osoaviajim, se organiza un doble Estado Mayor para coordinar las
acciones del Ejército Rojo con las de los partisanos. Gracias a esas
medidas, el movimiento guerrillero, que parece surgir espontáneamente
cuando se produce la invasión, nace con un plan previamente
establecido, que prevé la estrecha colaboración con las unidades
regulares y, sobre todo, con los paracaidistas para actuar junto a
ellos tras las líneas alemanas.
6. ¿Por que se creo en la URSS un arsenal de armas tan inmenso?
Si
tanto la formación a gran escala de cuadros y tropas en las Fuerzas
Armadas como la educación masiva del pueblo para la defensa fueron
tareas extraordinarias por su rapidez y amplitud, el esfuerzo de
Stalin, en un país industrialmente atrasado, para dotar a sus
ejércitos de armas modernas en número ilimitado fue una proeza sin
parangón en la historia. En los primeros años veinte, el Ejército
Rojo tenía que contentarse con poco más que los restos del
armamento, escaso y anticuado, de la época zarista. Durante la
contienda civil, aunque el “comunismo de guerra” concentraba
todos los recursos con vistas a la defensa, la industria solo pudo
satisfacer con cierta holgura la demanda de cañones. (Desde Pedro el
Grande, los rusos siempre prestaron gran interés al desarrollo de su
artillería). Dadas las cifras astronómicas de piezas de artillería,
carros de combate y aviones a disposición del ejército soviético
durante la lucha contra los nazis, hacen sonreír las de la guerra
civil que el mariscal Zhúkov cita en sus memorias: las divisiones de
infantería del Ejército Rojo estaban armadas con fusiles,
ametralladoras pesadas, revólveres y granadas; y las unidades
mecanizadas no disponían de tanques sino de algunos centenares de
autos blindados. (Entre los pocos aviones disponibles, únicamente
seis estaban en aceptables condiciones; de hecho, la aviación tuvo
un papel irrelevante en esa guerra).
En 1928, con Stalin ya
firmemente asentado en el poder, se iniciaron los planes quinquenales
para la industrialización del país, que prácticamente iban
solapados con los llamados “planes de edificación militar”. El
primero de ellos (1929-1933) preveía la producción masiva de tipos
modernos de tanques y piezas de artillería, y de nuevos modelos de
armas y aviones; la motorización a gran escala del ejército; la
preparación intensiva de cuadros técnicos y el entrenamiento de las
tropas en el uso del nuevo armamento. En un tiempo récord se
construyó un gigantesco complejo fabril en los Urales, región que
desde los tiempos de Pedro el Grande fue siempre la base militar
industrial de Rusia. (En Ekaterimburgo permanece en pie el edificio
donde estuvo la primera fábrica de cañones, gracias a los cuales el
ejército sueco fue destrozado en Poltava). También se construyeron
fábricas en lugares con fácil acceso a las materias primas de la
Rusia europea.
7. ¿Cómo hizo la URSS para fabricar una industria de guerra tan pesada durante la invasión alemana?
Gracias
a sus lecturas, Stalin conoce la importancia decisiva en las
operaciones militares del transporte de tropas, del material bélico
y de otros suministros imprescindibles: alimentos, vestuario,
combustible. Toma buena nota de la utilidad logística de las
calzadas romanas y aprende de Moltke que “cualquier progreso en los
ferrocarriles es una ventaja militar”. Se propone por ello la
construcción de una extensa red de vías férreas y de millares de
vagones y locomotoras, y lo consigue, con su inflexible voluntad, en
un corto plazo de tiempo. Al comienzo de la guerra, la gran vía
férrea de Moscú, justo detrás de las líneas soviéticas, permite
trasladar rápidamente tropas de un punto a otro, lo que compensa en
parte la abrumadora superioridad del enemigo. Esa inesperada
movilidad logística desconcierta al Estado Mayor alemán, que duda
de los informes al respecto de los servicios secretos. Hitler monta
en cólera cuando se niega a admitir que los rusos no solo fabrican
tanques a centenares en los Urales, sino que los trasladan hasta los
frentes (miles de kilómetros) en menos de una semana. La larga
guerra exige cantidades astronómicas de material ferroviario: la
totalidad de los transportes militares soviéticos durante la
contienda exige el empleo de seis millones y medio de vagones, una
cifra impresionante.
El más extraordinario
ejemplo de la capacidad ferroviaria rusa, tan rápidamente adquirida,
es la espectacular evacuación del complejo militar-industrial desde
los territorios en riesgo inminente de ser ocupados hasta más allá
de los Urales. Poco después del ataque alemán, Stalin crea el
Consejo de Evacuación, con objeto, por una parte, de organizar el
desmantelamiento “hasta el último tornillo” y el traslado “hasta
el último hombre” de cientos de plantas industriales de todo tipo,
entre ellas casi 1400 de material bélico; y, por otra, de preparar
simultáneamente, máquina a máquina, los nuevos asentamientos para
que las fábricas puedan reanudar su actividad lo antes posible. A
finales de 1941, la mayor parte de las industrias de Ucrania, el
Volga y la región de Moscú ya están funcionando en Kazajistán,
los Urales y Siberia; y el año siguiente suministran al ejército
las tres cuartas partes del material que necesita. Ese asombroso
desalojo, considerado por los expertos militares de todos los países
como una de las operaciones logísticas más perfectamente planeada y
ejecutada de la historia de las guerras, exige más de millón y
medio de vagones, que circulan hacia el este sin solución de
continuidad. Junto con las máquinas, viajan los obreros y sus
familias, y millares de personas se unen al imponente éxodo con tal
de no caer en manos de los nazis. Nadie se lo impide, todo lo
contrario: son bienvenidos en la llamada “Gran Tierra”, el
territorio no ocupado por el enemigo, donde se trabaja sin descanso
para abastecer el frente. Aunque en 1929 no existía en absoluto una
industria de tanques propia, cuatro años más tarde el general
Köstring, agregado militar alemán en Moscú, informaba a su
gobierno de que los rusos contaban con 17.000 tanques, cinco veces
más que los alemanes al iniciarse la invasión. Pero en su mayoría
eran de modelos obsoletos y con escasa capacidad de maniobra; su
blindaje era tan vulnerable que los propios rusos los llamaban
“féretros de lata”.
El legendario T-34,
bautizado después de la victoria como “el alma heroica de la Gran
Guerra Patria” había sido proyectado en 1939, pero solo se habían
fabricado mil doscientos cuando comenzó la guerra. Y es realmente
asombroso que la URSS, en plena contienda, fuese capaz de producir
material de guerra moderno en cantidades ingentes. Las industrias
creadas por Stalin durante los planes quinquenales fueron vitales:
solo en 1942 se fabricaron 60.000 tanques superiores a los alemanes.
Un año después, a finales de 1943, los carros soviéticos, pese a
las enormes pérdidas en combate, triplicaban los que Alemania tenía
entonces en el frente ruso: 8.000 frente a 2.500.
Los dicho sobre la
fabricación de tanques podría repetirse para los aviones de combate
y la artillería. En esta última el invento más espectacular fue el
lanzacohetes múltiple BM-13, empleado por primera vez tres semanas
después del inicio de la guerra. Un año más tarde, se habían
creado grandes unidades de “órganos de Stalin” –así llamado
por los alemanes– y el impacto fue terrible: con una sola descarga
de una división de lanzacohetes caían sobre las líneas alemanas
350 toneladas de metal.
8. ¿Cómo fue la dirección militar de Stalin?
La
lectura de los clásicos enseña a Stalin que los grandes capitanes
de la Antigüedad arengaban a sus tropas la víspera de las batallas
y les infundían confianza después de las derrotas. Subraya lo que
dice Plutarco sobre las proclamas de Alejandro y lo que el propio
César escribe sobre la guerra de las Galias: cómo consolaba a los
soldados sin ocultarles nada, animándoles a sufrir con paciencia los
humillantes descalabros. Sabe también que Cromwell, Federico el
Grande y otros legendarios jefes militares se dirigían con
frecuencia al ejército para influir en el ánimo de sus soldados; y
recuadra los párrafos de Maquiavelo en El
Arte de la Guerra
en los que sostiene que el talento oratorio del jefe cuenta tanto
como sus cualidades de estratega. Pero quien realmente le inspira es
Napoleón, a quien imita en el fondo, en la forma y en la divulgación
a todo el pueblo de sus proclamas y órdenes del día.
Es en la guerra donde Stalin
exhibe al máximo sus dotes para la propaganda. Tanto sus proclamas y
órdenes del día al Ejército Rojo como las dirigidas a toda la
población –nunca improvisadas, siempre escritas o dictadas por él–
son lacónicas, precisas, emotivas e inteligibles. Stalin habla con
acento georgiano, pero su ruso es fluido, con frases bien
construidas, impecable. Tan perfeccionista en ese aspecto como en
todo lo que emprende, corrige con frecuencia la puntuación de los
innumerables documentos que pasan por sus manos y, en especial, las
arengas de los generales a las tropas. Asombra el tiempo que dedica,
en plena contienda, a sus frecuentes y certeros mensajes: durante los
cuatro años de guerra, Stalin emite casi cuatrocientas órdenes del
día, dos o tres por semana. El más inesperado homenaje a las
órdenes del día de Stalin se encuentra en el Diario
de Goebbels, el fanático ministro de Propaganda de Hitler. A
primeros de abril de 1944, horas antes del inicio de la operación
para la reconquista de Crimea, se da lectura a las tropas de la Orden
del Día de Stalin: “Nos batimos en la tierra empapada en sangre de
nuestros padres y hermanos. […] Que nuestro heroísmo acreciente la
gloria de las armas rusas”. El ataque soviético fue tan arrollador
que las tropas alemanas, pese a tener orden de volar e incendiar
completamente la orla marítima de Yalta, no tuvieron tiempo de
destruir la ciudad ni los antiguos palacios de Alupka, uno de los
cuales, por cierto, había sido regalado dos años antes “al
mariscal Von Manstein, conquistador de Crimea, por la Nación alemana
agradecida”. Stalin rindió inmediatamente homenaje a las unidades
combatientes, y Goebbels escribe en su diario: “Stalin publica una
orden del día a sus tropas sobre la toma de Yalta. Las órdenes del
día de Stalin me crispan cada vez más los nervios”.
Y en marzo de 1945, cuando
los ejércitos soviéticos llegan al Oder y ocupan un sector clave en
Pomerania Oriental, Goebbels responde con amargura, en las últimas
páginas de su diario, a la nueva orden de felicitación de Stalin:
Con la pretendida toma de
Küstrin, Stalin publica la 300ª orden del día, de la victoria.
Esas trescientas órdenes del día representan para nosotros un
singular calvario. De hecho, tendríamos que haber aguzado el oído
desde la tercera, pero hemos dejado pasas ante nosotros la 30ª sin
reaccionar y sin pensar seriamente en las consecuencias, y ahora
hemos de sufrir esa 300ª como una funesta fatalidad. No es
completamente falso decir, como hace la orden del día de Stalin, que
esas trescientas etapas de la victoria bolchevique han visto la
destrucción progresiva de gran parte de la máquina de guerra
alemana.
Ante
la guerra inminente, Stalin tomó una drástica medida, que ha sido
duramente criticada por varios historiadores y provocó gran
desconcierto entre los militares soviéticos: se negó a “quemar”
sus mejores tropas en los primeros choques con los nazis. Sin
embargo, fue una sabia decisión, que confirmó sus conocimientos
militares y que hizo fracasar la guerra relámpago de Hitler. Las
provocaciones alemanas previas a la invasión tenían por objeto
atemorizar al mando enemigo y forzarlo a desplazar el grueso de sus
fuerzas hacia la frontera. Esa era la idea básica de la operación
Barbarroja: atraer al Ejército Rojo para cercarlo y aniquilarlo en
sus posiciones defensivas. Así lo decía la orden de Hitler:
“Penetrar más allá de las defensas soviéticas, sitiar y destruir
las fuerzas principales […], perseguir los restos de esas fuerzas y
ocupar Moscú envolviéndolo por el norte y por el sur”. Pero
Stalin no cayó en la trampa; siguió al pie de la letra el consejo
de su admirado Engels en el prefacio a Las
luchas de clases en Francia
(publicado íntegro por primera vez en la Unión Soviética en 1939):
“No desgastar en luchas de vanguardia las fuerzas de choque;
mantenerlas intactas hasta el momento decisivo”. Conservó a buen
recaudo enormes efectivos, que usó en el momento oportuno a las
puertas de Moscú. Y dejó prácticamente desamparadas las regiones
fronterizas con unidades incompletas y material obsoleto. Incluso
centenares de aviones anticuados permanecieron en las pistas y fueron
rápidamente destruidos: era mucho más importante conservar con vida
a los pilotos. Aun así, la heroica resistencia, a costa de terribles
pérdidas –“las pérdidas no fueron inútiles”, comentó Stalin
con su bárbaro desprecio por la vida humana–, logró frenar de
modo considerable el avance alemán. Napoleón tardó ochenta y tres
días en llegar al Kremlin, pese a que la sangrienta batalla de
Borodinó detuvo temporalmente su marcha; los nazis tardaron cuatro
meses en llegar a aquel mismo Borodinó y fueron parados en seco
antes de entrar en Moscú.
Mientras los alemanes,
atascados en el barro desde octubre, sufrían las bajas temperaturas
sin ropas de invierno, sin guantes, sin botas adecuadas, las
poderosas reservas estratégicas de Stalin se acercaban con sigilo a
Moscú. Sorge, el gran espía soviético en Tokio, aseguraba en sus
mensajes que Japón se disponía a enfrentarse con Estados Unidos y
no tenía intención alguna de invadir Siberia y luchar en dos
frentes; concretamente, había informado de la Conferencia Imperial
celebrada el 2 de julio, en la que se adoptó el Programa de Política
Nacional, que descartaba expresamente la intervención en el
conflicto germano-soviético. Ello dejaba a Stalin las manos libres
para emplear contra los nazis las fuerzas estacionadas en el Extremo
Oriente soviético. Y los mismos convoyes que habían evacuado las
fábricas de material de guerra siguieron desde los Urales hacia el
Pacífico para trasladar a 400.000 hombres perfectamente entrenados,
un millar de tanques y otros tantos aviones hasta las cercanías de
Moscú. El gigantesco embarque se terminó en solo cinco días, y el
último tren llegaba al lugar de concentración, a más de ocho mil
kilómetros de distancia, a finales de octubre; justo para que varias
de las unidades desplazadas participasen ante Stalin en la legendaria
parada del 7 de noviembre de 1941, aniversario de la Revolución.
Mientras tanto, los alemanes
no tenían dudas: el Ejército Rojo estaba acabado. Fue uno de los
grandes fallos de los servicios secretos alemanes, que no detectaron
los masivos desplazamientos de tropas ni la concentración de estas
en los alrededores de Moscú. El 4 de diciembre, el día anterior al
inicio de la arremetida soviética, el mariscal Von Bock afirmaba en
un mensaje a Hitler: “El enemigo que se enfrenta al Grupo de
Ejércitos Centro [que él mismo mandaba] es incapaz, en el momento
presente, de organizar un contraataque por no contar con reservas
sustanciales”. Nada menos que cuarenta divisiones, once de ellas de
tanques, las llamadas Fuerzas de la Reserva del Gran Cuartel General
del Mando Supremo, se le vinieron encima horas más tarde.
Hitler había asegurado
repetidas veces que la guerra terminaría el mismo año 1941, y la
Luftwaffe arrojaba sobre las tropas soviéticas octavillas en las que
figuraba el titular de un periódico alemán:”1941. Año de la
Victoria Total”. Como respuesta, se lanzaron sobre las líneas
alemanas octavillas con una gran hoja dibujada en cuyo centro se
reproducía la frase anterior enmarcada en un mensaje atroz: “En
Rusia las hojas caídas cubren a los soldados muertos. Y la nieve
cubre las hojas que cubren a los soldados muertos”. El mensaje,
obra personal de Stalin, se hizo realidad cuando aparecieron frente a
las trincheras alemanas las divisiones siberianas, bien equipadas con
abrigos de piel de cordero, válenki
–botas de fieltro que la nieve no traspasa–, gorros con orejeras
y excelente armamento. Entonces, en aquel helado diciembre, ya no
caían hojas sobre los soldados muertos, solo nieve y más nieve. No
resulta extraño el testimonio del mariscal Keitel, jefe del Alto
Mando alemán, en el proceso de Núremberg; al ser preguntado cuándo
había pensado por primera vez que la Operación Barbarroja había
fallado, contestó secamente: “Moscú”.
Los
más antiguos mandos soviéticos iniciaron la guerra con la
experiencia de la guerra civil y de las maniobras militares en tiempo
de paz, bagaje insuficiente a todas luces para enfrentarse al
ejército más moderno y poderoso de la época. En cambio, los nuevos
generales, que se habían formado en las excelentes academias creadas
por Stalin y sabían historia militar, reconocieron su acierto al
constituir poderosas reservas y conservarlas en absoluto secreto, y
tenazmente, con pasmosa sangre fría, hasta el instante decisivo. Así
lo hacen los mariscales Zhúkov, Vasilevski, Rokosovski y otros
generales, que publicaron sus memorias en los años setenta, dos
décadas después de la muerte del dictador. Dice Zhúkov:
En los últimos años se
suele acusar a Stalin de no haber dado instrucciones para trasladar
el grueso de nuestras tropas desde las profundidades del país con
objeto de hacer frente y rechazar el ataque enemigo. […] Nuestras
tropas, insuficientemente dotadas de medios de defensa anticarro y
antiaéreo, poseyendo menos movilidad que la del enemigo, no hubieran
soportado los potentes y tajantes golpes de las fuerzas blindadas del
adversario.
|
Zhúkov |
Reitera Vasilevski:
Hay que destacar la inmensa
importancia que tuvo la oportuna acumulación y el uso coherente de
las reservas estratégicas por el mando soviético. Puede afirmarse
sin rodeos que, a pesar de la grave situación –crítica a veces–,
en los días de la heroica defensa de Moscú, el Gran Cuartel General
dio pruebas de gran entereza y fuerza de voluntad conservando las
reservas […] para el paso del Ejército Rojo a una resuelta
contraofensiva.
Y añade Rokosovski:
Por orden del Cuartel
General Supremo las fuerzas de reserva se trasladaron a Moscú y a
otros distritos amenazados […] para preservarlas intactas hasta el
momento decisivo. Ello requería un autocontrol extraordinario.
Stalin, que asumió la
jefatura del Gobierno a primeros de mayo de 1941, mes y medio antes
del ataque alemán, concentró en cuanto este se produjo todo el
poder en sus manos: Comisario de Defensa, presidente del Comité de
Defensa del Estado, Jefe Supremo. Dirigió la guerra desde el primer
día en contacto directo con sus generales; el llamado Gran Cuartel
General fue en realidad su propio despacho. Estudiaba en detalle
todas las operaciones y daba nombre personalmente a las grandes
ofensivas. Reconocía sus errores, cometidos sobre todo el primer año
de guerra, y nunca culpaba a otros de sus yerros.
Entre los muchos autores
que han resaltado la competencia de Stalin como jefe militar figuran
el mariscal Gueorgi Zhúkov y el general británico Sir Alan Brooke.
Zhúkov, adjunto de Stalin, dice en sus memorias publicadas en los
años setenta del pasado siglo, dos décadas largas después de la
muerte del dictador: “Tuve la posibilidad de estudiar a fondo a
Stalin como estratega militar porque hice toda la guerra junto a él.
[…] Está fuera de duda que fue un excelente Comandante Supremo”.
Y Brooke, jefe del Estado Mayor Imperial, que tuvo ocasión de hablar
varias veces con Stalin sobre cuestiones estratégicas, afirmó en
plena guerra: “Es un cerebro militar de primer orden”.
Terminada la guerra, el
Soviet Supremo otorgó a Stalin, prácticamente en secreto, el título
de Héroe de la Unión Soviética, la más alta condecoración
militar -equivalente a nuestra Laureada de San Fernando- que solo fue
concedida a menos de doce mil combatientes, en muchos casos a título
póstumo, entre los casi siete millones de soviéticos que lucharon
en la guerra. Stalin montó en cólera y se negó en redondo a
recibirla porque estaba expresamente destinada a quienes hicieran
hazañas heroicas, proezas extraordinarias, en el campo de batalla.
En la mayoría de los bustos y retratos de Stalin este lleva,
prendida en el pecho, una medalla que parece la de Héroe. Nunca se
la puso. La que llevaba siempre, como única condecoración,
merecidamente y con orgullo, era la de Héroe del Trabajo Socialista,
que solo se distinguía de la otra por llevar grabados en la gran
estrella de oro la Hoz y el Martillo.
Poco después, el Soviet
Supremo, a petición de los más renombrados mariscales, decidió
otorgar a Stalin el título de “generalísimo”, sin duda
merecido. ¿Lo aceptó a regañadientes o encantado? Probablemente,
se sintió satisfecho pero rechazó enfurecido los ostentosos modelos
de “uniforme de generalísimo” que, por sorpresa, le presentaron.
Siguió llevando la guerrera de los mariscales, cuyo único
distintivo era, y sigue siendo, la gran estrella de cinco puntas
bordada en las hombreras. Y en 1949, Stalin decidió acabar con los
halagos: prohibió expresamente que se le otorgasen “otras
medallitas” (sic), con motivo de su setenta cumpleaños.
En resumen: “generalísimo”,
título merecido. ¿Le gustó? Seguramente. ¿Presumió de él? En
absoluto, no tengo constancia de que lo usase al pie de su firma en
órdenes o decretos.
10. Tu
libro se titula "Stalin el Grande". ¿El título no debería ser más
imparcial?
Buen
número de historiadores y políticos tienen a Stalin por el más
grande hombre de Estado del siglo XX. Recibió un país arruinado por
la Primera Guerra Mundial, la intervención extranjera y la guerra
civil, en el que tres cuartas partes de la población,
mayoritariamente campesina, era analfabeta, y lo convirtió en una
gran potencia; lo encontró con arados de madera y lo dejó con
armamento atómico y a punto de emprender la carrera espacial.
Modernizó el país, extendió la cultura, creó fábricas a
millares, abrió universidades, miles de bibliotecas, teatros de
ópera y ballet.
La música fue incluida, de modo obligatorio, como una materia más,
en las enseñanzas básica y secundaria. Se abrieron escuelas de
música incluso en las más pobres aldeas; y conservatorios en todas
las ciudades. “La cultura -afirmó Stalin- es el oxígeno sin el
que no podemos dar un paso adelante”.
Pero
los éxitos de Stalin tienen mayor calado. Su logro más trascendente
fue crear una nueva civilización: transformó por entero el modo de
vida, la psicología, la cultura del pueblo. La sociedad sufrió una
convulsión drástica, despertó del letargo secular, mudó de
valores, se encontró inmersa en un mundo diferente. Stalin supo
trasmitir a la gran masa de la población su propio paroxismo del
esfuerzo, la aspiración al saber, el sueño de que todo era posible.
Me
remito a algunos de los políticos occidentales que han emitido
juicios positivos sobre Stalin. Averell Harriman, nombrado embajador
norteamericano en Moscú, en 1943, dice: “Me pareció mejor
informado que Roosevelt, más realista que Churchill […] el más
eficaz de los líderes de la guerra”. George Kehnan, embajador
desde 1952: “Nunca dudé, cuando le visité, que estaba en
presencia de uno de los hombres más notables del mundo […] uno de
los verdaderos grandes hombres de la época”. Winston Churchill:
“Stalin figurará entre los grandes hombres de la historia de
Rusia, se ha ganado el título de Stalin el Grande”. William
Bullit, primer embajador estadounidense en la URSS: “Stalin ha
ganado apuestas tan enormes como ningún otro estadista jamás”. Henry Kissinger, en Diplomacia:
“Él fue el realista supremo: paciente, astuto e implacable, el
Richelieu de su época”. General Bedell Smith, jefe del Estado
Mayor aliado durante la guerra y sucesor de Harriman como embajador
en Moscú: “Un hombre que llenará más páginas de la historia
universal que Napoleón”.
Esas
citas sobre el “zar rojo” me hacen pensar que quizá me quede
corto al titular mi libro Stalin
el grande.
11. ¿Qué
impresión causó tu libro cuando lo publicaste?
Creo
que inicialmente la gente pensaría con desdén: “¿Otra biografía
de Stalin?”; ya que hay cientos, algunas de ellas con errores de
bulto, otras excelentes. Empezó a ser conocido gracias a las
opiniones favorables en la red de los primeros lectores, que vieron
que no era una biografía, sino un estudio de su genio polifacético
y de sus logros en favor de su país y de su pueblo. También pienso
que gran parte del éxito se debe a su título “a contracorriente”.
Siempre estaré obligado a Daniel Fernández, presidente de EDHASA,
por publicar el libro pese a su título enalteciendo al personaje.
12. ¿Algún
colega tuyo del ejército te criticó o algún superior puso pegas?
Pegas
no podían poner, ya que estoy retirado hace años, como otros
compañeros que dicen verdades como puños por haber terminado su
servicio activo. Críticas de superiores, no he recibido ni una, más
bien al contrario; a los militares les gusta la historia, admiran a
los grandes “capitanes” y saben de sobra que fue Stalin quien
ganó la guerra.
13. ¿Cuáles
son las fuentes para sacar el libro?
En
primer lugar, lo publicado sobre Stalin en Occidente, sobre todo
biografías. Además, las memorias de sus colaboradores civiles y
militares. Y, sobre todo, la ingente información conservada en los
archivos rusos, abiertos parcialmente a partir de 1991. Es tanta la
documentación acumulada que me he visto obligado a seleccionar y
recortar para no caer en el exceso. Emprendí esa dolorosa criba con
clara conciencia de lo que no
quería: ver
de superar las biografías existentes. Decidí centrarme en la
fascinante personalidad del implacable “zar rojo”; y
especialmente en dos de sus rasgos distintivos: el ansia de
conocimientos y el genio político. La curiosidad intelectual, el
afán por aprender, la pasión por los libros, el vivo interés por
las artes y las ciencias le acompañaron hasta el final de sus días.
En cuanto a su talento político, del que ya he hablado, queda
patente en sus impresionantes logros como estadista, materia más que
suficiente para acreditar su grandeza.
14. ¿Es
real la imagen de que Stalin tenía una camarilla a nivel político y
militar?
Lo
que Stalin tuvo siempre a su servicio fue un equipo extraordinario,
sin el cual no habría podido alcanzar sus objetivos. Uno de sus
grandes éxitos fue el continuo hallazgo de colaboradores capaces. A
diferencia de Lenin, que -según Trtotski- tenía una capacidad
limitada para juzgar a la gente, supo rodearse en todo momento de
ejecutivos excelentes. Por pura intuición, descubría al primer
golpe de vista jóvenes talentos en la industria, el comercia, las
instituciones del Partido y del Estado; y los designaba para puestos
que, en principio, les venían grandes. Confiaba en ellos y estaba
seguro de que se entregaría en cuerpo y alma al trabajo, y harían
frente al desafío. Es lo que hizo, por ejemplo, en numerosas
ocasiones en el ámbito militar.
Shtemenko, director de Operaciones
del Estado Mayor General, que despachaba diariamente con Stalin -en
concreto, todas las noches hasta altas horas de la madrugada-; y
Kuznetsov, comisario de la Marina de Guerra, tenían poco más de
treinta años cuando asumieron sus funciones por decisión personal
de Stalin. A esa edad, muchos oficiales habían alcanzado el
generalato y mandaban con acierto grandes unidades. Al terminar la
guerra, el Ejército Rojo contaba con 5.700 generales y almirantes y
una docena de mariscales; incluso estos eran muy jóvenes: ninguno de
ellos -salvo los incompetentes Voroshilov y Budioni, camaradas de
Stalin desde la guerra civil y no operativos, en la contienda con
Alemania- había cumplido cincuenta años el Día de la Victoria,
diez menos que la media de sus contrincantes nazis. Y lo mismo puede
decirse de los dirigentes en el ámbito civil, que hicieron esfuerzos
sobrehumanos para producir armamento en cantidades ingentes, y
alimentar al Ejército y a toda la población.
15. ¿Alguna
apariencia entre Stalin y Maquiavelo?
Los
autores preferidos de Stalin fueron Bismarck, Engels y Maquiavelo.
Del primero, con quien el propio Hitler gustaba compararse, ordenó
la reimpresión de sus Obras
Escogidas,
dos tomos de memorias y uno de discursos, que habían sido publicados
en San Petersburgo en 1899. De Engels le interesan sobre todo sus
escritos militares, cientos de páginas sobre la organización de los
ejércitos, la táctica las técnicas de combate, la instrucción y
la moral de las tropas, las guerrillas… Respecto a Maquiavelo,
subraya y amplía con ideas propias los conocidos comentarios de
Napoleón a El
Príncipe. Ese
ejemplar anotado, uno de los libros de cabecera de Stalin, nunca
reproducido y solo conocido por los íntimos, desapareció en el
pillaje de sus bibliotecas después de su muerte. Sin embargo, aunque
Stalin conocía perfectamente a Maquiavelo y había seguido en
numerosas ocasiones sus consejos, hizo caso omiso de una de sus más
sensatas advertencias: “Gran prudencia será la de un príncipe
viejo que no dejase en duda la sucesión”. Ese funesto error, de
un líder enfermo y receloso, llevó al poder a una serie de
dirigentes mediocres o corruptos; y a Rusia al descalabro total.
Hasta que surgió, como por encanto, el hombre providencial que rige
su destino desde el comienzo de este siglo.
16. ¿Agradecido
a la editorial Templando el Acero por promocionar el libro?
Agradecido
y admirado, ya que su empeño en publicar libros diferentes,
prácticamente inencontrables, merece el reconocimiento de quienes
conocemos su catálogo.